Una obra de obras
Con todas las penurias propias de quien carece hasta del más mínimo medio de subsistencia, la hermana Alcira Castro comenzó una labor de orientación y acompañamiento a los habitantes del sector “La Avanzada” del barrio “Santo Domingo Savio”. Poco a poco fue consiguiendo que las madres que debían ir a trabajar le dejaran los hijos a su cuidado, de modo que mientras ellas se ocupaban en sus faenas diarias, la hermana Alcira los aseaba, alimentaba y cuidaba. A los más grandecitos les impartía además clases de catequesis y les proporcionaban alguna nivelación en Matemáticas, Español y otras materias a quienes estuvieran cursando algún grado de colegio. A todos les impartía formación en valores y les brindaba ratos de recreación, en ocasiones valiéndose de sus habilidades musicales. Ése fue el origen de lo que la hermana denominó el “Club de madres.”
Aquello debió parecer un milagro, pues de un momento a otro los habitantes de aquella zona, más rural que urbana, contaron con alguien que se preocupara y trabajara por ellos sin esperar nada a cambio. Día tras día esa era la labor de la hermana Alcira Castro, quien además, en manifestación de su recursividad para conseguir fondos para el sostenimiento de su obra, durante algún tiempo se dedicó a la venta de ollas y a pasar regularmente por la las empresas de Medellín en solicitud de alimentos que pudiera llevar a los niños y demás vecinos del barrio. Con su ejemplo, enseñaba “con amor y coraje que la dignidad humana se consigue con trabajo.”
A los pocos días de iniciada su obra, la hermana Castro llevó a los niños que tenía a su cuidado a un día de campo en los lotes y fincas cercanos. En un momento de reposo, frente a una casa de veraneo, expresó en voz alta su admiración por esas tierras y su meta de conseguir, algún día, un espacio similar para albergar y trabajar con la comunidad marginada. Sin sospecharlo, tras las paredes de la casa reposaba convaleciente doña Lorenza Quevedo Álvarez (1883 – 1975), dueña con su familia de muchas de esas tierras, quien la escuchó. Para sorpresa de la hermana, al poco tiempo doña Lorenza decidió regalarle esa propiedad. Convencida de su desprendimiento por los bienes terrenales, la hermana Alcira, conmovida por tan generoso gesto, prefirió recibir la propiedad en comodato, el cual duró hasta 1996, cuando se hizo la escritura pública a los cuatro años del fallecimiento de la religiosa.
Ahí empezó la hermana su obra de obras. Además del “Club de madres”, con la unión paulatina de varias religiosas la comunidad comenzó a proyectar su desarrollo futuro. Como nota destacada se recuerda cómo la hermana Alcira Castro, con poca inyección de capital, comenzó una pequeña fábrica de dulces con las madres de la zona, origen de lo que al poco tiempo se organizó como la Cooperativa Alcira Castro Osorio Solidaridad (ACOSOL), entidad con la que durante varios años se prestaron servicios bancarios a las personas escasas de recursos que no tenían otra posibilidad de acceder a instituciones de ese tipo. Gracias a esa labor, rápidamente fueron desapareciendo las casuchas de cartón y latas que proliferaban cuando la hermana Alcira Castro llegó al barrio.
Aquellas obras fueron precisamente las que la condujeron a ser merecedora del premio “Germán Saldarriaga del Valle” en 1978, pues por más que su obra fuera desinteresada y callada, el eco de su laboriosidad llegó hasta los oídos de los rotarios de la ciudad, y así lo plasmaron en el acta de otorgamiento del premio:
desde hace cinco años [la hermana Alcira Castro] decidió vivir en un barrio de tugurios al norte [nororiente] de Medellín y desde entonces se ha dedicado a exaltar a los vecinos hacia la debida y eficaz liberación de la pobreza merced al trabajo cumplido con “coraje y dignidad humana”. Con un capital reducido pero demostrando a toda prueba sus nobles propósitos de ayuda y con organizaciones de tipo corporativo ha logrado borrar los tugurios y el hambre, y presentar ante la sociedad una obra comunitaria digna de ejemplo. Para la hermana Alcira el trabajo ha sido la virtud salvadora de su obra.
En su proceso de ininterrumpida labor, para 1991 la comunidad de hermanas misioneras recibió de la Fundación Lorenza Quevedo de Cock un lote colindante al terreno que años atrás había donado la señora que inspiró el nombre de tal fundación. Allí, lo que había iniciado como el “Club de madres”, se convirtió entonces en la escuela Alcira Castro Osorio, donde para junio de ese año ya se brindaba educación, formación en valores, alimentación, aseo y recreación a 70 niños del sector. También, un año antes de morir la hermana Alcira Castro, en aquellos terrenos la comunidad de hermanas ofrecía albergue a 10 ancianas, contaba con servicio médico, una casa de paso para madres solteras, una planta de leche de soya y un lote dedicado a los cultivos hidropónicos.
En 2009, aun cuando algunas cosas han cambiado, bajo la dirección de la hermana María Gladis Calderón Rivera ya son 500 niños y 110 adultos mayores beneficiados, todo gracias al trabajo de las Hermanas Misioneras de la Comunidad Cristiana y al legado de la hermana Alcira Castro, quien “vivió y murió sirviendo a los más pobres”, según lo recuerdan cálidamente las hermanas María Gladis Calderón y Clara Luz Ayala Pérez, quienes llevan en la comunidad 27 y 30 años.