Un labrador que se hizo educador
La muerte de Miguel Müller coincidió con la peregrinación mariana que en Cúcuta se celebra anualmente en honor a María Auxiliadora, virgen de su santa devoción. Desde que estaba próximo a su ordenación sacerdotal, el padre Müller había identificado que en toda la República de Colombia no existían iglesias dedicadas a la Madre de su congregación, por lo que, como él mismo lo manifestó, construir una se le convirtió desde entonces en obsesión. Al final de sus días, el balance de su trasegar por el territorio colombiano arrojaba siete iglesias dedicadas a esa advocación, que fueron levantadas por su propia iniciativa, con la ayuda de feligreses y donantes de cada lugar en el que se iban erigiendo.
Aquella devoción por la virgen María provenía desde su infancia, cuando en su hogar, de arraigadas costumbres católicas y campesinas, en el estado de Baviera superior, cerca de Munich, veía a su madre hacer un pequeño santuario con las flores que él y sus hermanos le traían del bosque cercano, cada mes de mayo, para conmemorar el mes de María. Era el primogénito de tres hombres y tres mujeres. Había nacido el 17 de septiembre de 1906.
Aun cuando su familia era católica, la vocación religiosa no tenía precedentes en su núcleo familiar, por lo que ese hecho resultó inconcebible para su padre, y curioso para los allegados, que dos de sus hermanas y él se inclinaran por tal vocación. En efecto, motivada por los misioneros franciscanos que en 1926 habían llegado al pueblo, su hermana, de 18 años de edad, y pese a la resistencia de la mayor parte de su familia, resolvió hacerse religiosa misionera. Algunos días después emprendió viaje a un convento en Suiza, luego se radicó en Inglaterra y finalmente se estableció con su misión en el continente africano.
Por su parte, poco tiempo después de que su hermana tomara aquella determinación, Miguel Müller escuchó, de boca de un clérigo que pasaba por los campos que estaba labrando, las palabras que entendió como una señal celestial: “Tú estás perdiendo el tiempo arando potreros; esto pueden hacerlo otros; tú podrás ser sacerdote también para salvar almas.” Al finalizar aquella jornada, recuerda en sus memorias, resolvió hacerse sacerdote. Contaba entonces 20 años de edad, por lo que las comunidades de capuchinos y de jesuitas lo consideraron pasado de edad para el sacerdocio. Tuvo entonces que esperar hasta el día en que llegó a sus manos el almanaque salesiano, que editaban los padres de la casa de Múnich, en el que se divulgó un aviso que invitaba a jóvenes mayores de edad, con vocación, a dirigirse al Provincialato Salesiano de Munich. Sin dudarlo, y amparado por el beneplácito de su madre, el 11 de octubre de 1927 tomó rumbo hacia aquella ciudad. En Ensdorf, en el Palatinado Bávaro, diócesis de Ratisbona, junto con más de cien novicios comenzó al fin su formación teologal en agosto de 1931, la cual, sin sospecharlo, concluiría en un país lejano que probablemente pocas veces, o ninguna, había escuchado mencionar: Colombia.
Algunos meses antes de partir para Suramérica, el mismo día en que Miguel Müller había hecho la primera profesión, se repartieron las primeras obediencias (asignaciones para trabajo misional) con destino a Japón, China, India, Cuba y Brasil. Como él había hecho la petición de ir a las misiones, se le asignó Macao como destino, cerca de Hong Kong, lugar al que iría acompañado por dos de sus compañeros. Pero, a causa de una enfermedad pulmonar que lo postró en cama, tuvo que declinar temporalmente a la misión. Continuó entonces sus estudios de filosofía en Ensdorf, hasta que se sintió preparado para una nueva petición misional, de la que recibió como respuesta la palabra Colombia, destino definitivo al que llegó en el año 1933.
Como no pocos extranjeros que arribaron al país antes del establecimiento de las conexiones directas de las aerolíneas comerciales, el primer contacto del padre Müller con Colombia se llevó a cabo en Barranquilla, para entonces puerto de entrada y salida de la mayor parte de mercancía y pasajeros al país. Desde allí, el desplazamiento hacia Bogotá debió realizarlo en el buque “David Arango”, por el río Magdalena, hasta Ambalema, en donde tomó el tren hasta Ibagué. A falta de carreteras y sistema comercial de navegación aérea, todavía el río Magdalena conservaba su prístino estatus de única arteria vial del país, articulada en algunos puertos al sistema ferrocarrilero nacional. Aunque la precariedad en los sistemas de comunicación sorprendió a los visitantes alemanes, del relato autobiográfico del padre Müller se desprende una serie de anécdotas que dan cuenta de un interesante intercambio cultural. Entre otras cosas, de su travesía por el río y las consecuentes sorpresas que le generó el medio natural y social, no dudó en afirmar que aquél había sido “el viaje más excitante que se puede imaginar”.
Ya en tierra firme, de sus recuerdos rescató para su autobiografía testimonios del siguiente tenor:
El tren, de carrilera angosta, se sacudía mucho; y entre pitos y toques de la locomotora entraba a las estaciones seguido de un batallón de muchachos que se colgaban de los vagones. La llegada del tren parecía una pequeña fiesta. En seguida fuimos asediados por vendedores ambulantes que nos ofrecían de todo, desde un vaso de agua hasta gallina asada, pasando por avenas, gaseosas, cervezas, dulces y frutas. Nos divertía enormemente aquello; y como no dominábamos todavía el idioma, nos parecía todo como una especie de folclor.
Lustro y medio después de aquella aventura, recibió la orden sacerdotal. Desde entonces comenzó el padre Müller una ininterrumpida labor de servicio, edificando escuelas e iglesias en cada uno de los lugares a los que era enviado. Por ello, en 1973 el Club Rotario de Ciénaga lo postuló como candidato al premio “Germán Saldarriaga del Valle” de ese año, candidatura que estuvo acompañada de una breve semblanza del padre salesiano, la misma que puede entenderse como complemento al relato autobiográfico del sacerdote alemán.
El mismo año de su ordenación (1941) fue nombrado párroco de Mosquera (Cundinamarca), donde permaneció hasta 1952. Allí, por iniciativa propia edificó el primero de los 22 monumentos que durante su vida elevaría a María Auxiliadora. Luego, en 1943 inició con determinación el proyecto de sus sueños: construir una iglesia a la Virgen, por lo que pronto comenzó a estimular a los feligreses y a recaudar dinero por concepto de donaciones y rifas. Ocho años duró la realización de la obra, hasta el 20 de mayo de 1951, cuando la consagró el arzobispo de Bogotá, Monseñor Crisanto Luque. Era éste el primero de los siete templos que construiría el padre Müller, todos dedicados a María Auxiliadora. Adicionalmente, según se dejó indicado en la semblanza antes mencionada, paralela a esta obra el mismo padre “levantó tres grandes escuelas rurales y elevó grandemente el espíritu cívico y moral de aquella comunidad”.
Llegado el año 1952, fue trasladado a Cúcuta en calidad de rector de una incipiente obra educativa. A su llegada fue recibido en el aeropuerto por el padre Julio León, director saliente, quien apenas estuvo en año en aquella ciudad. Aun cuando no contaba con dinero para emprender sus labores, rápidamente el padre Miguel Müller puso a marchar algunos proyectos. Según lo anotó en sus memorias, “comencé en cero. Mi fe en la ayuda de la Virgen se había fortalecido tanto durante mis años en Mosquera que no tenía miedo de comenzar y estaba convencido de que también en Cúcuta podría realizar una obra quizás más importante que la de Mosquera. Y no me equivoqué.”
Sin lugar a dudas, durante los seis años de permanencia inicial en Cúcuta se lograron obras de un gran valor para la comunidad. Así lo recordó Orlando Zabaraín Riascos, presidente del Club Rotario de Ciénaga, autor de la nota biográfica antes mencionada:
El espíritu cívico del P. Muller lo llevó a construir en cinco años una gran escuela industrial con bachillerato técnico para 500 alumnos, un colegio para bachillerato clásico también para 500 alumnos. Después de haber dotado científicamente los talleres para el aprendizaje de los alumnos, construyó para el nuevo barrio que se levantaba una moderna iglesia, la mejor de que dispone hoy la ciudad de Cúcuta. Entre otras cosas, en un viaje que hizo a Italia mandó a hacer una copia idéntica del cuadro de María Auxiliadora que pintó Tomás Lorenzoni. La réplica fue traída a la iglesia que el padre Müller había edificado en Cúcuta, donde, según él, comenzó a gozar de una “mágica atracción sobre la masa de fieles similar a la emblemática obra original que reposa en la Basílica de Turín, centro de la devoción mundial a María Auxiliadora.
Guardadas proporciones, obras de similar importancia ejecutó el padre alemán en el departamento del Huila, a donde fue trasladado en 1958. Allí logró desarrollar diversas labores en las ciudades de Gigante, Neiva y Pitalito. De ellas son destacadas por Orlando Zabarain particularmente dos: la de Gigante, donde en 1958 “construyó en una vereda un salón múltiple cultural, a la vez escuela, iglesia y lugar de reuniones”, y la de Neiva, lugar en el que al año siguiente, como rector del Colegio Salesiano, reorganizó “el plantel educativo que le fue entregado en construcción. Durante su rectoría concluyó el colegio, lo dotó pedagógicamente con los últimos adelantos y mereció la distinción de ser el colegio mejor organizado del departamento. Durante su estadía allí el colegio obtuvo dos veces el premio Coltejer”.
En 1965 fue trasladado a Ciénaga (Magdalena), en donde se destacó como gestor y primer rector del Colegio Salesiano San Juan Bosco. Gracias a la labor del padre Müller, Ciénaga quedó dotada con un colegio moderno, de sala múltiple para afectos culturales y religiosos y de una capilla dedicada, como todas las del clérigo alemán, a María Auxiliadora. Allí también consiguió un bus para trasportar los alumnos, con una capacidad de 120 estudiantes.
En 1971 fue nombrado párroco en Bucaramanga, donde, según la misma semblanza, “en pocos meses concluyó el templo parroquial, y, como vicerrector del Instituto Técnico Industrial “Eloy Valenzuela”, gestionó en Alemania la adquisición de un moderno equipo de electrónica.”
El mismo año en que el padre Miguel se hizo acreedor al premio “Germán Saldarriaga del Valle” (1973), fue nombrado nuevamente párroco de la Iglesia de María Auxiliadora de Cúcuta, donde 16 años después murió, ya octogenario.